Al ciclo constante de los días y de las noches le acompaña la necesidad
humana de descansar después del esfuerzo realizado por el trabajo encomendado
-como al terminar un semestre agotador. No solo física sino también anímica y
espiritualmente el descanso nos hace bien para retomar con nuevo brío la actividad.
Sin embargo, hay circunstancias y momentos en que las labores son tan agotadoras
que nos hacen desear no tener nada que hacer. En esos casos el descanso se nos
presenta como un cese total de actividad y el trabajo corre el riesgo de no
contribuir a nuestra humanización y perfeccionamiento.
Otra cosa son los que comúnmente llamamos trabajólicos que parece que viven
para trabajar y producir. Es cierto que desempeñar una labor nos hace sentirnos
útiles, pero tal sentimiento no agota el valor del trabajo hay muchos
trabajos ocultos tremendamente valiosos. Así como tampoco debemos reducir el
trabajo únicamente al remunerado. Por otro lado, tampoco el descanso es no
hacer nada. Es crucial, pues, ordenar la vida para evitar estos dos extremos: el
exceso de trabajo y el abuso del descanso.
Dicen los filósofos, y en esto seguimos a Tomás de Aquino, que el
trabajo es efecto de cierta actividad. Por eso habrá tantas labores como
actividades, lo cual amplía su espectro (manual, material, técnico, psíquico y
espiritual) y lleva a reconocer que no todo trabajo es remunerado. Por ejemplo:
meditar en el futuro o evaluar nuestras acciones diarias, el estudio
responsable para aprender, ordenar y limpiar nuestra vivienda, la lectura de un
libro, el cuidado de la familia y la convivencia, el cultivo del arte, de la
oración o incluso de la propia personalidad, son también trabajos. Y a menudo
estos nos agotan más.
“En sentido propio, descanso se opone a movimiento; y, consecuentemente,
al trabajo que se realiza a partir del movimiento. Aun cuando […] se atribuya
propiamente a los cuerpos, el movimiento también es aplicable a los
seres espirituales, y en un doble aspecto. Uno, en cuanto que toda acción es
llamada movimiento […] Otro, en cuanto que el deseo que tiende hacia algo
es como un cierto movimiento” (Suma Teológica, Ia, q. 73, a. 2, in c).
Como la actividad humana se orienta a conseguir un bien y no un mal,
todo trabajo debiera generar un resultado positivo y que nos perfeccione
-personal o comunitariamente- con lo que adquiere un sentido especial, y como
consecuencia, nos hace tener una mejor disposición para realizar lo que
queremos conseguir. Esto es relevante pues todo trabajo tiene una dimensión
subjetiva que, de alguna forma, nos influye y nos toca por dentro, y otra
objetiva, que es el resultado visible de tal trabajo. Esto nos permite
descubrir el elemento humanizador del trabajo. Si no sucede esto, quizás
debamos examinar las razones.
De manera análoga, descansar es cesar en la actividad ordenada a cierto
resultado, no el “no hacer nada”-, ya que, en estricto rigor, siempre estamos
haciendo algo. Como “[…] el reposo tiene dos acepciones: una, como cese del
obrar. Otra, como cumplimiento del deseo” (Idem), entonces, descansar es
cambiar a otra actividad que nos distrae de la anterior y que se orienta a otra
cosa que nos perfecciona, o, como apunta Tomás de Aquino, disfrutar del bien
deseado y ya conseguido. Por eso el descanso perfecto se da en Dios, que es el
sumo Bien, ya que los demás bienes no pueden satisfacernos totalmente. De ahí
que descansar en Dios sea el mejor descanso, por lo que dice que: “Así como
Dios descansa sólo en sí mismo y es feliz disfrutándose; así también nosotros
somos felices sólo disfrutando de Dios. Y así también nos hace descansar en Él
mismo de sus trabajos y de los nuestros” (Ibid, ad 3).
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