Si nos preguntáramos: ¿Existen realmente instituciones educativas inclusivas? a simple vista la respuesta podría parecer obvia y cualquiera de nosotros quisiera responder con una rotunda afirmación: “Sí, por supuesto que existen”, y es precisamente ahí, en esta respuesta tan obvia en la que quiero invitarles a detenernos. ¿Comprendemos realmente lo que ello significa? ¿Cómo evidenciamos realmente que lo somos?

 

Según la UNESCO (2005) la inclusión es “un enfoque que responde positivamente a la diversidad de las personas y a las diferencias individuales, entendiendo que la diversidad no es un problema, sino una oportunidad para el enriquecimiento de la sociedad a través de la activa participación en la vida familiar, en la educación, en el trabajo y en general en todos los procesos sociales, culturales y en las comunidades”.

 

Esta definición que podría parecer simple, implica una serie de complejidades que no podemos dejar de considerar, al momento de declararse una institución educativa inclusiva.

 

En los últimos años hemos avanzado a pasos agigantados en este aspecto, desde el marco legal, por ejemplo, con la publicación de la LEY 20.422 en 2010, con la cual se garantiza y asegura “el ejercicio efectivo de los derechos de las personas con discapacidad, mediante la adopción de medidas de inclusión, acción afirmativa y de ajustes razonables y eliminando toda forma de discriminación por razón de discapacidad”.

 

Esto, en el contexto de las instituciones educativas implica tremendos desafíos, pues significa que se debe asegurar el aprendizaje, la calidad de la formación y el acceso a las personas con discapacidad en todos los ámbitos de desarrollo (académico y social), evolucionando desde una mirada segregadora de la discapacidad, en la que los estudiantes eran “trasladados a un aula especial”, a una visión integradora, en la que las mismas oportunidades de desarrollo se ofrecen para todos y todas.

 

Este desafío es aún mayor cuando hablamos de instituciones de educación superior, en las que el compromiso con el logro de las competencias del perfil de egreso de las carreras exigirá, necesariamente, adecuaciones y ajustes en diferentes áreas como infraestructura, materiales de apoyo, recursos didácticos y, por supuesto, metodologías, que aseguren la accesibilidad. Pero también, exigirá un alto compromiso de todas las personas que conforman la institución, y en particular de los académicos y docentes, que tienen la responsabilidad de la formación académica de todas y todos los estudiantes.

 

Atreverse como institución de educación superior a enfrentar las barreras de la discriminación y abrirse a la inclusión, sin duda trae grandes beneficios, no solo a las personas en situación de discapacidad que tengan la oportunidad de acceder y formarse como técnicos o profesionales, sino también para quienes, formando parte de estas instituciones, tenemos la oportunidad de compartir experiencias y relacionarnos en un contexto de respeto y formación integral en el que cada uno, desde su diversidad, pueda entregar su valor.

 

En este sentido, hablar de una institución inclusiva, implica, necesariamente, una transformación que involucra cambios estructurales en lo más profundo de la organización y todos sus integrantes, ya que ser inclusivo significa abrir las puertas al diálogo, significa dedicar tiempo a la empatía y significa poner en valor la diversidad y sus aportes, tal como lo hacemos en Santo Tomás.

 

Por Lorena Vergara Ulloa

       Directora Centro de Aprendizaje

       Integrante Comité Inclusión

       Santo Tomás Osorno