La idea de un impuesto a los súper ricos
parece una buena forma de obtener más recursos para financiar el gasto público,
sobre todo en tiempos de grave deterioro de la actividad de pequeños y medianos
empresarios, la mayor fuente de empleo del país.
Sin embargo, no es esa motivación lo que podría
cuestionarse, sino la vía elegida y el real destino de lo que se logre recaudar.
Si la Constitución dispone que la creación de
impuestos sólo puede tener origen en la iniciativa exclusiva del Presidente de
la República, hacer caso omiso de esas normas por parte de los propios
creadores de la ley, es muestra de la fragilidad del ordenamiento jurídico y
del desprecio por la institucionalidad vigente.
Más grave todavía es el aliciente que esa
acción representa para otros órganos y servicios del Estado, para dejar de
respetar la ley y, de paso, terminar vulnerando los derechos ciudadanos. El
mensaje pareciera ser que “el fin justifica los medios”.
Tampoco hay seguridad del correcto uso de la
recaudación. Los fraudes públicos, la desatención histórica de la educación y del
sistema público de salud, y el pago de cuantiosas remuneraciones sin que los más
necesitados reciban a cambio un servicio de excelencia, sí, “de excelencia”, son
muestras del mal uso de los impuestos que pagan los ciudadanos. Las evidencias
sobran: pensiones privilegiadas pagadas con fondos del Estado, obtenidas
gracias a designaciones políticas en cargos públicos; nombramientos en funciones
que requieren de una alta experticia, en pago de favores políticos; pagos de
remuneraciones a representantes populares que terminan siendo operadores
políticos de reducidos grupos de interés, y un largo etcétera. Y todo ello con
cargo a nuestros impuestos.
Si los impuestos que pagamos son la mayor
fuente de ingresos del Estado, se hace más exigible entonces un mejor servicio público
y una efectiva probidad funcionaria. Hoy, más que nunca.
Luis
E. Ulloa Rosas
Abogado Tributario
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