Esta semana
escuché a una docente de Arica y a un docente de Viña del Mar señalar que el
distanciamiento que nos impone la pandemia no es social, sino físico. Me
pareció una salvedad muy interesante. Entiendo que es muy largo decir
Distanciamiento físico entre personas y que ya tenemos bastantes siglas como
para ponerle DFEP, y por eso se acuñó el término Distanciamiento social.
El tema es que
socialmente vivimos más bien un hacinamiento o sobre-exposición social. Al
contacto tele-amistoso, se suman el teletrabajo y tele-estudio, lo que implica
“tener gente en la casa” (virtualmente hablando) prácticamente todo el día (y a
veces hasta tarde), “entrando y saliendo” por distintos temas, topando muchas
veces el límite de nuestra intimidad habitacional, familiar y personal.
Las redes
sociales, en estricto rigor, son los grupos de apoyo con los que cuenta la
persona, desde la familia, los compañeros y pares, el barrio, las
organizaciones de base, las instituciones, etc. Pero, sin mediar discusión, han
pasado a ser llamadas así las distintas plataformas tecnológicas que permiten
comunicarse a distancia, por lo que deberían llamarse redes virtuales. Lo de
redes lo comparto en el sentido que, como a los peces, nos atrapan en un mar
caótico, donde no divisamos bien el contexto, no tenemos perspectiva clara de
lo que implica estar ahí ni de cómo salir.
Conscientes o
semi-conscientes del peligro, los adultos intentábamos regular la participación
de los menores en estas redes virtuales, esfuerzo que seguramente se nos ha ido
bastante de las manos con esta contingencia que nos ha obligado a todos a estar
muy “virtualmente conectados”. Si en una conversación, visita, sesión, clase o
reunión laboral presenciales, siempre existe la posibilidad de que todo lo que
se diga pueda escapar del ámbito privado personal o grupal, en las redes
virtuales tengamos por seguro que todo puede terminar siendo público (de hecho,
se ocupa el verbo “publicar”) y quedar guardado eternamente, para bien o para
mal.
Quienes han
estudiado las redes virtuales han encontrado una disminución en la respuesta
empática, dada por la imposibilidad de mirarse a los ojos, base biológica y
evolutiva de la capacidad de ponerse en el lugar del otro. Por otra parte,
también se ha estudiado que en redes virtuales ocurren fenómenos de
desinhibición conductual, en la paradójica sensación de que “no me están
viendo”: como quien escribe un íntimo diario de vida y lo deja sin llave encima
de la mesa en el área compartida de la casa. Pero no es sólo mi mamá, o mi
temido hermano menor quien lo podría leer; entre re-envíos y capturas de
pantalla, podría llegar a verlo toda la población mundial.
Volviendo entonces
a la metáfora de los peces, si no somos de las especies que podemos nadar
contra la corriente y subsistir (sin tecnología y redes virtuales), sí podemos
intentar autorregularnos y psico-educar a los que están criándose bajo nuestra
responsabilidad. Dediquemos también tiempo a nosotros mismos, a lo que nos
gusta hacer, a solas, sin pantallas interactivas apremiándonos respuestas.
Ojalá pudiéramos experimentar un poco de aburrimiento, eso nos permitiría
valorar mejor nuestras vidas previas a la pandemia; además, significaría que
tenemos tiempo (para aburrirnos). Pongamos límites a la exposición social, ya
sea en horario, temas, personas o actividades. Aprendamos y enseñemos (con el
ejemplo, es el mejor medio) a ser prudentes, a cuidar nuestra intimidad, a pensar
antes de enviar mensajes, a conversar con el que tengo al lado antes que con el
que está en la pantalla. No nos sobre-exijamos. Si antes no podíamos hacer dos
o tres cosas a la vez, ¿por qué mágicamente ahora sí? Tampoco le exijamos tanto
al otro, respetemos su ritmo, sus circunstancias y sus emociones, compartamos
la carga, seamos equitativos. Monitoreemos nuestras emociones: ¿estoy triste,
enojado, o temeroso? ¿Qué puedo hacer al respecto? ¿Con quién lo puedo
compartir? ¿A quién puedo pedir apoyo o ayuda? ¿Cómo están mis cercanos? ¿Cómo
puedo ayudar mejor a los que me rodean? Hagamos que la red de verdad funcione,
como una contención con vínculos significativos, y no como una trampa que nos
ahoga y termina alienando.
Inés Rose Fischer
Directora Escuela Psicología UST Puerto Montt
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